viernes, 11 de noviembre de 2011

Sin cita previa



Hoy estaba en la oficina del Servicio Andaluz de Empleo de mi pueblo, esperando; no me tienen que atender en mesas, sino en un despacho de los que hay al fondo, por lo que me dedico a observar pacientemente el funcionamiento de la Administración. Son las 12 de la mañana, no hay nadie, sólo yo. En las mesas no están atendiendo a nadie.

Delante de mí se ven se ven dos mesas, la 1 y la 2; en la Mesa número 2 se encuentra un técnico informático configurando una impresora, en la Mesa número 1 hay un funcionario, mira atentamente la pantalla de su ordenador y, ocasionalmente, pulsa el botón del ratón (ignoro si el derecho o el izquierdo) el teclado apenas lo toca. Por detrás de estas 2 mesas, que están frente a la puerta de entrada en posición paralela respecto a ésta, hay una hilera de mesas colocadas perpendicularmente a la entrada. Son las mesas 3, 4, 5 y 6 (las dos últimas lo imagino pues no cuelga ningún número sobre ellas ni hay un folio con un número pegado al monitor). La número 3 está vacía. La número 4 está vacía. La que supongo número 5 está ocupada por una chica joven que mira obnubilada el monitor. En la presunta número 6 hay otra chica tecleando furiosamente, poniendo el ruido de fondo en una oficina por lo demás silenciosa.

El gran monitor que cuelga de la pared, a la izquierda de mi posición, aparece inmaculado, encendido pero sin contenido alguno en él. Nada parpadea, no hace ningún sonido. Nada se escucha en el vasto edificio administrativo. Todo es quietud y silencio, administrativo, claro.

En un momento determinado se abre la puerta de entrada. Una mujer, con una carpeta en la mano, entra y se detiene en seco. Observa a su alrededor, paladea el silencio y, en voz baja, apenas audible, reverencial, como si estuviéramos en una iglesia en el justo momento en que el cura eleva la ostia para convertirla en el cuerpo de Cristo, pregunta quién es el último.

El funcionario que se encuentra en la Mesa número 1, el que pulsa el ratón, se levanta y, raudo y veloz, se dirige a la puerta interpelando a la recién llegada:

“¿Tiene usted cita previa?”, pregunta autoritario y perentorio.

La recién llegada, y yo, mira hacia dentro, por encima del hombro del funcionario para comprobar que, efectivamente, la oficina está vacía.

“No, no la tengo”, responde cariacontecida, como intuyendo que no la van a atender ese día. “La verdad es que pasaba por la puerta y como sólo es para hacer una consulta…”, deja las palabras flotando en el aire.

“Pues si no tiene cita previa, no podemos atenderla” concluye el funcionario. “Si quiere, puede llamar desde el teléfono que hay en esta mesa y concertar cita telefónica”. El funcionario señala la mesa que hay a la derecha de la puerta de entrada en la que un viejo teléfono Forma de Telefónica descansa plácidamente.

La recién llegada, que ya no es tan reciente, con ojos abatidos y suspirando se pone a llamar al teléfono de cita previa que le ha facilitado, en un minúsculo papelito, el funcionario. “Otro día me darán cita”, imagino que piensa.

Mientras tanto, con pies ligeros, el funcionario de la Mesa número 1 vuelve a ocupar su lugar, se acomoda en el asiento y vuelve a su tediosa ocupación de pulsar el botón del ratón. En ese momento suena el teléfono de su Mesa, el teléfono 1 supongo. Intercambia con su interlocutor unas pocas palabras y me mira haciendo un gesto, indicándome que ya puedo pasar.

Lentamente, recorro el pasillo que forman las mesas que llevan a los despachos del fondo. Cuando casi estoy llegando a la habitación donde tengo que entrar me giro lentamente y, efectivamente, el funcionario de la Mesa número 1 está jugando al Buscaminas, Nivel Profesional, y está a punto de ganar la partida.

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